1. El ideal ético de ciudadanía Uno de los productos más preciados de la reflexión ética que la humanidad ha ido desarrollando en los últimos siglos es la noción de ciudadanía. Se trata de un concepto éticopolítico que representa a los seres humanos como sujetos activos y participativos en pie de igualdad como miembros de la sociedad en la que viven y trabajan. En lugar de dejarse tratar como siervos, o como súbditos de algún supuesto “superior”, quienes se ven a sí mismos como ciudadanos exigen ser tratados con el máximo respeto y consideración, ateniéndose a normas que rigen para todos por igual. Ser tratado como ciudadano o ciudadana equivale a reconocer a alguien la plena capacidad para asumir los mismos derechos y obligaciones que los demás miembros de la comunidad, incluyendo la co-participación en la gestión de la misma1 . Conforme a esta idea, algún día todos los seres humanos adultos deberán ser tratados como ciudadanos y ciudadanas de pleno derecho, sin exclusiones arbitrarias. En consecuencia, hemos de continuar aportando nuestro grano de arena en la construcción de un mundo realmente desarrollado, en el que la plena ciudadanía de todos sea una realidad, pero para ello hemos de recordarnos a menudo lo más obvio: que otro mundo es posible si nos empeñamos en cambiar positivamente el que tenemos delante. Si dejamos de tener la moral alta, si nos dejamos desmoralizar y deprimir por los tristes acontecimientos noticiosos de cada día, no avanzaremos en la realización de nuestros mejores sueños, y la mayor parte de la humanidad continuará viviendo una pesadilla de guerras, miseria y contaminación. 2. Ambigüedades de la ciudadanía Quizá lo primero que haya que preguntarse cuando indagamos acerca de la noción de ciudadanía, es: ¿Qué significa ser ciudadano o ciudadana? Esta pregunta, a mi modo de ver, ha de ser desdoblada en otras dos cuestiones clave: • ¿Qué implica realmente, qué debería implicar en la práctica, el reconocimiento de la plena ciudadanía a las personas de una sociedad? 1 Cortina, Adela: Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía, Madrid, Alianza, 1997; Peña, Javier: La ciudadanía hoy: problemas y propuestas, Valladolid, Universidad de Valladolid, 2000. 2
• ¿Qué implica realmente, qué debería implicar en la práctica, el ejercicio de la ciudadanía para las personas que se perciben a sí mismas como ciudadanas de pleno derecho de una sociedad? La primera cuestión se refiere a la responsabilidad que tiene cada sociedad respecto a su propia gente para asegurar que se reconoce como ciudadanos a las personas que reúnen determinados requisitos que no deberían ser arbitrarios ni injustos. Esa primera cuestión remite a dos aspectos principales: el reconocimiento legal y el reconocimiento real o efectivo. La segunda cuestión se refiere a la responsabilidad que corresponde a cada persona en una sociedad cuando ejerce como ciudadano o ciudadana de la misma. También esta segunda cuestión remite a dos asuntos fundamentales: el ejercicio de los deberes cívicos y el ejercicio del voluntariado cívico. Para abordar ambas cuestiones hemos de tener en cuenta, para empezar, que también la noción de ciudadanía está afectada por ambigüedades que tienen una larga historia. Hasta ahora hemos utilizado este término como expresión del reconocimiento de la persona como titular de unos derechos y deberes que son fundamentales para la vida individual y colectiva. Pero inmediatamente cabe preguntarse qué derechos y deberes son esos, y cuáles son los límites en el ejercicio de los derechos y deberes ciudadanos. Y ahí es donde aparece la controversia respecto a la noción de ciudadanía.
ÉTICA Y MEDIO AMBIENTE
De un modo general, llamamos ética a la rama de la filosofía
que se ocupa de la moral —es decir, de las reglas, códigos o normas que nos permiten vivir en sociedad y que hacen que juzguemos unas cosas como buenas y otras como malas—, así como de los valores —o sea, de la importancia última que asignamos a las cosas o a las acciones, importancia que se convierte en el atributo que condiciona el curso de nuestro comportamiento, y por la cual algunas cosas se hacen deseables y otras no. Así pues, la ética no se ocupa de cómo son las cosas, sino de cómo deberían ser, de acuerdo con ciertos principios, en muchos casos ideales o utópicos, que permiten una mejor vida en sociedad.
Por su parte, podemos entender por ética del medio ambiente a la rama de la ética que analiza las relaciones que se establecen entre nosotros y el mundo natural que nos rodea. De hecho, entre los productos culturales más importantes de la evolución humana están determinadas preocupaciones éticas, incluyendo la preocupación por el medio ambiente en general y los seres vivos en particular. Algunos ejemplos ayudarán a concretar la idea. En los momentos álgidos de la caza ilegal del rinoceronte blanco, especie en peligro de extinción y oficialmente protegida en Zimbabwe, los cazadores furtivos podían ser legalmente abatidos a tiros por los guardas de caza de las reservas de ese país. ¿Podemos justificar la muerte de los furtivos para conservar a los rinocerontes?, ¿no deberíamos antes, quizás, considerar siquiera las condiciones socioeconómicas del país y de los cazadores ilegales? Para proteger la integridad ecológica de cierta área natural protegida es necesario realizar incendios controlados en los bordes de sus bosques o abatir a un cierto número de animales salvajes que habitan en sus laderas. ¿Son estas acciones moralmente permisibles? Supongamos, en fin, que una compañía minera realiza una explotación a cielo abierto en una zona previamente inalterada. ¿Tiene la empresa una obligación moral para “restaurar” posteriormente la zona a su estado previo?, ¿tienen entonces el mismo valor la zona inalterada y la zona restaurada?
Acerca de la naturaleza y lo natural
¿Qué cabe entender por naturaleza?, ¿qué es lo natural? Lo cierto es que podría no haber un significado único para estos términos, con lo que la respuesta a nuestra pregunta sobre la existencia de normas universales que permitan valorar las consecuencias de nuestros actos sobre la naturaleza estaría en función de lo que entendemos por ésta.
La noción de natural, como opuesto a lo artificial, ha generado un amplio debate sobre la importancia de la naturaleza que ha sido interferida por las actividades de las sociedades humanas, como es el caso de los paisajes restaurados. Hay quienes consideran que las situaciones totalmente naturales, producto de una evolución a largo plazo, acarrean un “valor añadido” que estaría ausente en las que han sufrido la intervención humana. Tales formas de pensar corren el riesgo de menospreciar el valor de nuestra propia vida y de sus productos, como la cultura. Por ejemplo, si consideramos que las especies tienen un valor propio, entonces su desaparición ha de ser vista como negativa, mientras que su conservación debe valorarse como positiva. Ahora bien, lo cierto es que la extinción es el destino final de las especies, y es de hecho un proceso natural, en el sentido de que ocurre también sin la intervención humana. De este razonamiento se puede deducir que lo que puede ser calificado como negativo es la aceleración en el proceso de desaparición de las especies, debida a las actividades humanas. Lo cual, a su vez, nos conduce a otra reflexión: si nosotros, nuestra especie, somos parte de la naturaleza, entonces cualquier cosa que nosotros hagamos es así mismo natural. Por ello, si formamos parte de la naturaleza, y como resultado de las actividades de las sociedades humanas está aumentando la tasa de extinción de las especies, ¿cómo podemos decir que la extinción no es un fenómeno natural?
Por otro lado, se tiende a creer generalmente que las sociedades nómadas de cazadores-recolectores, y otras formas de subsistencia en íntimo contacto con la naturaleza, eran depositarias de un profundo conocimiento y una amplia veneración de la misma, por lo que han sido consideradas como conservacionistas de la naturaleza. En paralelo, se suele considerar a las sociedades sedentarias, en las que se registraron fenómenos de urbanización y explotación de los recursos naturales, como sistemas alejados de la naturaleza, sin contacto ni apreciación con la misma. Ahora bien, esta visión de las civilizaciones pretecnológicas como “naturales”, y las sociedades tecnológicas como “artificiales”, ha sido puesta en duda recientemente. Actualmente, se cree que los aborígenes podrían haberse comportado, también, como explotadores de la naturaleza. Así pues, ¿es natural la explotación de la naturaleza?
Extensión moral
Para muchos filósofos y pensadores, sólo nosotros, los seres humanos, podemos ser considerados como agentes morales, es decir, con capacidad de realizar juicios sobre la bondad de nuestros actos, y de aceptar las consecuencias derivadas de los mismos. Ahora bien, no cabe esperar esta facultad en todo momento, ni siquiera en todos nosotros; por ejemplo: los niños, o los enfermos mentales no deberían ser considerados responsables de sus actos. Se dice de ellos que son sujetos morales, pues deben ser tratados de un modo moral por quienes tienen tal posibilidad. Además, a lo largo de la historia ha habido etapas o sociedades que no han aplicado el mismo tratamiento moral a todos sus integrantes, en concreto: los marginados, los enfermos, los siervos, los esclavos, las mujeres… En la actualidad, al menos en las sociedades más avanzadas, hemos llegado a pensar que todos los seres humanos tenemos un conjunto de derechos inalienables, como la vida, la libertad o la búsqueda de la felicidad. A esta ampliación gradual del interés ético se le llama extensión moral.
Sin embargo, ¿por qué acotar la extensión moral?, ¿por qué limitar el interés de la moralidad a los seres humanos? Es decir, ¿tienen derechos también otros organismos, otras especies?, ¿pueden ser considerados como agentes morales, o al menos sujetos morales? Quizás muchos filósofos responderían negativamente a esta pregunta, pues el potencial de razonamiento y la consciencia de sí mismo parecen estar ausentes de cualquier otra especie que no sea la nuestra. Ahora bien, al menos algunos animales sí parecen tener signos de lo que podríamos considerar inteligencia, e incluso sentimientos de felicidad, por lo que deberían ser tratados de un modo ético.
Empero, ¿por qué terminar el proceso de extensión moral en los animales? Es decir, ¿qué ocurre con otros seres vivos y con otros elementos de la naturaleza? En concreto, ¿es posible ampliar definitivamente la extensión moral e incluir también entre los sujetos morales a las plantas, los ríos, los suelos, las rocas, las montañas, los mares y los paisajes? Hay quien opina que sí, llevado de la mano del análisis de los valores, de la importancia que asignamos a las cosas.
Valores
En la literatura sobre ética del medio ambiente se pueden reconocer diferentes maneras de pensar en términos de valores. Así, es habitual encontrar la distinción entre: a) valor intrínseco, o inherente, propio de lo que es bueno en sí mismo (per se), y b) valor instrumental, o conferido, propio de lo que es importante como medio para conseguir un fin —como una herramienta, por simple o compleja que sea. En muchas sociedades modernas es sensato asumir que todos los seres humanos tienen un valor intrínseco por el simple hecho de existir, independientemente de poder servir como un medio para lograr un fin. Por ello, deben ser considerados como sujetos morales de prima facie, sin considerar cualquier otra circunstancia, quiénes sean, o lo que hagan. Simultáneamente, en muchas sociedades actuales, la naturaleza es vista como depositaria de un valor instrumental.
Ahora bien, el punto de vista de quienes consideran que sólo los seres humanos tienen valor intrínseco, pues están dotados de una superioridad moral única, debe ser tildado como antropocéntrico. De hecho, la ética del medio ambiente antropocéntrica es una continuación de los modelos convencionales de la ética tradicional, y reserva el mundo moral, en exclusiva, para nuestra especie, si bien es capaz de extender sus responsabilidades a una correcta administración de la naturaleza. Por otro lado, es cierto que algunos animales, plantas, incluso ciertos microbios, tienen un valor instrumental, pues nos ofrecen un beneficio (utilidad). Generalmente, quienes defienden posturas antropocéntricas no consideran válidos los argumentos de quienes sufren por el maltrato a los animales, o a la naturaleza en general, a no ser que dicho maltrato acarrée consecuencias negativas para el hombre.
Pero hay quien considera que todos los seres vivos tienen también un valor intrínseco. Al igual que nosotros, realizan un conjunto de funciones compartidas, que dan forma al propio fenómeno de la vida: nacer, crecer, respirar, luchar por sobrevivir, reproducirse… y todo ello independientemente de que nos resulten útiles o no. Así, cada ser vivo, sea un microbio, una planta o un animal, podría ser considerado como una manifestación concreta del fenómeno vital. De acuerdo con esta perspectiva, el simple hecho de estar vivo, la característica de la biodiversidad como un todo, es suficiente para que estén dotados de un valor inherente, lo que genera una obligación moral de respeto. Por ello, no tiene sentido intentar siquiera cuantificar dicho valor, es decir, asignar un número que dé cuenta de su importancia. ¿Cómo podemos nosotros, seres humanos, poner un número, un valor, o un precio, a algo que tiene su propia importancia, independientemente del uso que nosotros podamos hacer de ello?
La idea de que sólo los organismos individuales tienen valor propio y derechos morales es defendida, por ejemplo, por los partidarios del así llamado “movimiento de liberación animal” o de los derechos de los animales. Sin embargo, lo cierto es que los objetivos de los defensores de los derechos de los animales pueden entrar en conflicto con la consecución de otras metas para los defensores de la naturaleza desde una óptica más amplia, como se presenta en otra parte de este texto. Es más, hay quien considera que incluso los elementos no vivos de la naturaleza tienen también un valor intrínseco: las rocas, los ríos, los volcanes, las playas, los lagos… y ciertamente la propia Tierra. Todo ello existía mucho antes de que nosotros, como especie, llegásemos a desarrollar siquiera el más mínimo papel ecológico en el teatro evolutivo que es nuestro planeta.
Ahora bien, el punto de vista de quienes consideran que sólo los seres humanos tienen valor intrínseco, pues están dotados de una superioridad moral única, debe ser tildado como antropocéntrico. De hecho, la ética del medio ambiente antropocéntrica es una continuación de los modelos convencionales de la ética tradicional, y reserva el mundo moral, en exclusiva, para nuestra especie, si bien es capaz de extender sus responsabilidades a una correcta administración de la naturaleza. Por otro lado, es cierto que algunos animales, plantas, incluso ciertos microbios, tienen un valor instrumental, pues nos ofrecen un beneficio (utilidad). Generalmente, quienes defienden posturas antropocéntricas no consideran válidos los argumentos de quienes sufren por el maltrato a los animales, o a la naturaleza en general, a no ser que dicho maltrato acarrée consecuencias negativas para el hombre.
Pero hay quien considera que todos los seres vivos tienen también un valor intrínseco. Al igual que nosotros, realizan un conjunto de funciones compartidas, que dan forma al propio fenómeno de la vida: nacer, crecer, respirar, luchar por sobrevivir, reproducirse… y todo ello independientemente de que nos resulten útiles o no. Así, cada ser vivo, sea un microbio, una planta o un animal, podría ser considerado como una manifestación concreta del fenómeno vital. De acuerdo con esta perspectiva, el simple hecho de estar vivo, la característica de la biodiversidad como un todo, es suficiente para que estén dotados de un valor inherente, lo que genera una obligación moral de respeto. Por ello, no tiene sentido intentar siquiera cuantificar dicho valor, es decir, asignar un número que dé cuenta de su importancia. ¿Cómo podemos nosotros, seres humanos, poner un número, un valor, o un precio, a algo que tiene su propia importancia, independientemente del uso que nosotros podamos hacer de ello?
La idea de que sólo los organismos individuales tienen valor propio y derechos morales es defendida, por ejemplo, por los partidarios del así llamado “movimiento de liberación animal” o de los derechos de los animales. Sin embargo, lo cierto es que los objetivos de los defensores de los derechos de los animales pueden entrar en conflicto con la consecución de otras metas para los defensores de la naturaleza desde una óptica más amplia, como se presenta en otra parte de este texto. Es más, hay quien considera que incluso los elementos no vivos de la naturaleza tienen también un valor intrínseco: las rocas, los ríos, los volcanes, las playas, los lagos… y ciertamente la propia Tierra. Todo ello existía mucho antes de que nosotros, como especie, llegásemos a desarrollar siquiera el más mínimo papel ecológico en el teatro evolutivo que es nuestro planeta.
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